Para cuando había llegado al
lugar que tantas veces le había premiado con el aire triunfante que lo definía,
el sol quemaba, reluciente, la copa de los pocos árboles que conformaban la
clara selva y su nuca, que tornaba de rojo a negro. Con la espalda encorvada y
el ojo izquierdo guiñado, arrastraba, afinadamente, los pies sobre la hojarasca
de los restos del otoño caduco y conducía sus brazos, armados con una
semiautomática, hacia la que consideraba su presa más potencial. Los ojos de la
salvaje bestia, al escuchar el sonido del seguro del percusor, miraron de soslayo
a todas las direcciones y sus orejas se abrieron, erguidas, como campanas. Antes
de apretar el gatillo, el cazador se limpia el sudor con el brazo derecho y
apura, otra vez, el giño ante el visor de la escopeta. Mientras ejerce la
maniobra del disparo con el dedo índice curvado sobre el detonador, su sonrisa
se tuerce hasta su oído izquierdo, enseñando así sus dientes, amarillos del
tabaco, hambrientos.
Buscaba el verdugo satisfacer su
apetito de sangre y camina, ahora, victorioso por la senda que descubrió el
horror del inepto e inocente animal.
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