Con el dedo pequeño, del pie derecho, destrozado por el roce
de las alpargatas, al caminar, avanzo en busca de alivio para un cuerpo,
también, malherido. Mi suerte sería que el sopor que me exhausta no me
acompañara en torno a la sombra que se desprende de las piedras. Bajo el
infierno del Dios que me alumbra, lo único que distingo es el día y la noche,
aún peor aunque más hermosa. Mis labios susurran palabras en forma de goteras
de agua fría, mis manos se resbalan en un baño ficticio de saliva y mis ojos no
paran de sudar arena. De cualquier manera, nadie me va a escuchar.
Tengo miedo a no volver a encontrar acantilados en los que,
con la idea de suicidarme, sueñe que vuelo una vez más.
Muy buen texto!
ResponderEliminarUn besito, nos leemos.
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