Cuando llegué, ya lo había hecho. Ya había mostrado su
sonrisa al sol, guiñando satisfacción, por el rugir de sus dedos ante la
garganta de sus hijos. Inertes, yertos. Sucios. Ángeles ante el fuego en llamas
demoníacas, caras hirviendo en el pacto del rencor. Sobredosis de humo negro,
columnas de sangre derramada, llantos enmudecidos con el pañuelo de sus últimos
sueños.
El vahído le impide ser culpable, en su recuerdo no hay dolor, retrocede en el tiempo para olvidar su Apocalipsis. No conoce, no ama, no miente, sí olvida. Olvida como se forjó el principio, como, con las manos abiertas, selló besos para abrir lágrimas, engañó a la realidad para creerse la verdad, prefabricada con cal y arena.
Cada vez que se mira en el espejo se quema en el fuego de sus ojos. Así construyó el fin de su sangre.
En memoria de aquellos a quien, con las cenizas de sus restos, quebraron sus almas.
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