Aún con lo
difícil que le resultaba arrastrar los pies, por un terreno precipitado y
extravagantemente árido, lograba hacerlo con paso ligero. Se notaba que tenía
prisa por llegar. Ayudándose de la sombra del brazo izquierdo, después de secar
su frente, tapaba el sol para descubrir su destino. Tenía sed de sombra y hambre
de un abrazo. Soportaba, con el hombro derecho, lo único material que le
quedaba y con la mano unas margaritas con los pétalos arrugados. La sangre de
sus heridas se había convertido en costras curtidas por el tiempo. Ya no dolían.
Ahora la guerra estaba en su cabeza, abierta en canal por ser testigo de
llanto, fuego y cal.
Con el silencio, la silueta de su espalda cada vez era más
pesada. Regresar con el orgullo entre el corazón y la bilis, pensaba. Regresar
con la sensación de no haber servido a nadie, con la medalla de montañas de
cadáveres para proclamar victoria.
Derrota de impulso por querer ser dueño.
Esclavo del fracaso de lo realmente muerto, su libertad.
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