Nada me satisfacía, nada era normal. Me encontraba entre el mundo que me acoge
y el abismo que me destierra. Vuelto trizas, solo y desengañándome hasta de mi
propia voz, sin la sorpresa de un encuentro, sin la esperanza de un por qué.
Así, desnudo y maniatado, me enfrenté a la decisión de rematerializarme en otra
persona, de concebir que el futuro pudiera ser diferente si lograba alimentarme
de otra perspectiva a la que estaba acostumbrado. Aparté, a un lado de mi
cabeza, quien era, suspendí cada momento de mi vida para empezar a contar, de
cero, pero consciente de que existía un rodaje. Me tomó tiempo empezar a
reconducirme por otras vías más ambiguas y soltar los prejuicios que llevaba a
los hombros como trofeos. Empecé a bajar, a empequeñecer y a aminorar mis
ambiciones, a exprimir de lo malo lo mejor, de lo simple lo exquisito y me
equivoqué. Quise cambiar tanto, tan deprisa, que me fundí en una mezcla de
emociones y sentimientos confusos que no habían sido propios de mí. Dejé de
luchar para que lucharan por mí, dejé de reír para escuchar otras risas. Tan
sólo el lamento, al llorar, me recordaba quien fui, quien siempre seré aun con
máscaras volátiles. Descubrí y aborté mi intento de querer parecer menos para
abultar más, eso me hizo sentir más insignificante que todo lo que había
logrado aparentar. Retrocedí y volví a mi cauce. Hice honor a mi sombra. Empecé
a volver a vibrar. Sin ayuda, tan solo con el impulso que me provee mi caridad,
mi lástima por esa figura deforme y obsoleta que logré crear. Ahora, desde esta
orilla, otra vez, se ve todo tan pequeño.
Prometo no volver a dudar de mi belleza y nadie me lo va a quitar.
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