Si bien no he abierto los ojos puedo intuir que ya es
mediodía, ya había amanecido cuando llegué a casa. Era aún más tarde cuando me
acosté. Fue una gran noche y el recuerdo de eso me provoca las primeras
carcajadas del día o al menos las primeras después de haber despertado. Junto a
la risa me acomete el lamento en quejas que sostienen unos pies destrozados y,
entre otros, una cabeza que quiere reventar. No quiero despegar los párpados
porque sé que me arrepentiré al averiguar quién me oprime el brazo derecho con
su cuerpo, pero la mayor parte de mi vida, arrepentirme, me ha hecho crecer
aunque a trompicones. Sin pudor me destapo, bajo la sábana, el cuerpo desnudo,
con la mano que me queda libre, para huir y evitar que el remordimiento me
absorba el pecho de repente. No le conozco, no recuerdo haber visto su cara
antes y me ruborizo al no parar de analizarlo. Me voy. Corro a través del
pasillo, de puntillas, calzándome unos calzoncillos e intento buscar algo de
paz entre el desorden del salón. Leche ácida, tónica y mantequilla hacen, de la
nevera, su reino e imploran un tírame o un cómeme y muérete. Y si agua del
tiempo es el remedio para aliviar el continuo carraspeo nervioso que me quema
la garganta, bebo cuatro vasos, para además calmar el dolor de la trasnoche. De
espaldas lo enfrentaré mejor, me digo mientras atravieso el umbral de la puerta
principal, haciendo ruido con la cortina de madera en tiras de bolas. Me siento
y escucho el viento, que me relaja, y siento el calor del sol de invierno, que
me vuelve a calmar la intriga. Pasan minutos que, en mi inconsciente, se
traducen en haber estado horas con la boca abierta sobre el banco de la terraza
y un cigarro a medias entre los dedos, y escucho un buenos días que retumba, en
el eco de mi cabeza, casi al mismo ritmo que esa canción de anoche. Es él. No
sé qué decir.
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