Es la 01:37 y el teléfono suena más alto que nunca, retumba
por todos los huecos de la casa y me despierto poniéndome, de un salto, en pie.
Hace frío y tengo sed. El dispositivo identifica la llamada como desconocida y
aprieto la tecla verde esperando una respuesta del locutor. Sólo se escucha
como el aliento del del otro lado choca contra el micrófono, haciéndome
incómodo el momento. Pero no cuelgo, únicamente pestañeo para temblar. Ya no
hago preguntas. La respiración de los dos se agita, noto como mi pulso, y el
tuyo, también.
Dime algo. Necesito que me digas que eres tú. Dime que
estás ahí, dime que estás aquí. No tengo ninguna duda, pero sí miles de
sospechas. Ahora mis músculos se engarrotan a medida que baja la temperatura y
se congelan mis pies descalzos. Dime que no te fuiste, dime que no eras tú,
háblame otra vez. Te he adivinado porque memoricé la forma de tu vaho en mi
nuca, sé que eres tú. Dime que volverás, dime que estás vivo, dime que lo
sientes. Yo lo siento.
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